jueves, 16 de agosto de 2012

El sótano del primo Barto: Respeto por los muertos

Ya hemos hablado más de una vez de la propia definición del horror, basándonos en la obra de Noël Carroll, defendiendo siempre que el horror va más allá de la mera preocupación por sufrir algún tipo de peligro físico. El horror necesita algo más, necesita un toque de angustia vital, una apelación a lo más profundo y sagrado para romperlo o pervertirlo. Este hecho se puede resumir en cualquier relato de Lovecraft, en los que sus protagonistas temen por sufrir una muerte violenta, pero también existe una rotura de lo normal, de los límite de nuestra propia existencia, que es igual o más peligroso, ya que igual que se puede perder la vida, se puede perder la cordura.

Así que podríamos decir que en parte hay que estar cuerdo para poder sufrir los estragos del horror, ya que mientras arriba siga siendo arriba y abajo siga siendo abajo existirá la posibilidad de pervertir esas coordenadas. Por ejemplo, el temor al vampiro y al zombie no se basan en que puedan matarnos como asesinos vulgares, sino en que han roto la constante de la vida, han muerto pero siguen en movimiento. Además, se recurre a tabúes sociales para aumentar el horror, el vampiro se alimenta de sangre, la base de la vida, y el zombie se pudre poco a poco, recordando la fragilidad del cuerpo humano. Creo que se podría llegar a defender que el horror tiene una parte de sacralidad perversa, todos nos convertimos un poco en piadosos ofendidos y alterados por la rotura de lo normal.

Aunque claro, esto no impide que existe un horror bañado de humor o ironía. Hace poco tratábamos aquí el cómic Cinderalla, una vuelta de tuerca en la que el horror se vuelve cotidiano. La mayoría de estos ejercicios responden o a una liberación del horror a través del humor, una especie de defensa en la que nos reímos de lo que nos asusta. Sin embargo, también existe la posibilidad de vaciar de todo peso al horror y sus características, mantener todos los elementos pero vaciarlos del más mínimo significado. Encontramos un perfecto ejemplo de esto en Kurosagi, obra del guionista Eiji Ôtsuka y el dibujante Housui Yamakazi, una obra en la que están presentes todos los elementos del horror clásico pero vacíos de esa carga más metafísica.

La historia de Kurosagi puede considerarse en principio original: grupo de estudiantes con habilidades relacionadas con los muertos crean una empresa encargada de cumplir las últimas voluntades de cadáveres recientes. La obra gira en torno a Kurô Karatsu, un joven médium capaz de oír a los muertos al tocarlos. Este punto de origen da para muchísimas posibilidades, desde una obra de horror estándar hasta una comedia de humor negro, o incluso una historia más costumbrista. Pero en lugar de optar por estos caminos, Eiji Ôtsuka opta por crear un cómic de aventuras sin más, muy en el estilo del mainstream más puro del manga japonés, con unos protagonistas mezcla de adolescentes y adultos que viven en un universo aparentemente maduro pero infantilizado al máximo. Esta carencia tan propia del manga se perdonaría si existieran otros elementos que le dieran mayor transcendencia a la obra, algo que está presente pero no de la forma que debería.

El horror existe en Kurosagi, pero de una forma totalmente fría y anodina. Los cadáveres podrían ser suplantados por plantas de geranios y la profundidad de la obra sería la misma. El terror escrito por Eiji Ôtsuka no crea lazos ni con el lector ni con los habitantes de la obra, que desfilan ante los mayores horrores sin inmutarse lo más mínimo, con un comportamiento y una implicación emocional deficiente o inexistente. Kurosagi es una obra fallida porque queriendo buscar una pose más atrevida de sus personajes ante la muerte, termina creando un universo en el que la muerte importa e implica muy poco, algo que termina llegando a sus lectores, a los que la galería de horrores presentes no les afecta más allá del puro desagrado físico.


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