jueves, 18 de octubre de 2012

El sótano del primo Barto: Diviérteme, hijo de puta

Aunque el concepto de ocio es relativamente reciente si tenemos en cuenta la historia de la humanidad, es innegable que actualmente no se ha convertido en una parcela vital totalmente aceptada, sino que es una de las mayores industrias mundiales, solo hay que juntar el capital que mueven por ejemplo el cine, los videojuegos o las retransmisiones deportivas, para comprender que el entretenimiento es el actual motor de la sociedad occidental actual. Sin embargo, lo que ya es otro cantar es la opinión social que despierte dicho ocio, aunque actividades como leer una novela, ir a una sala de cine o pasar la tarde en un estadio deportivo, están totalmente normalizadas, otras como echar una partida con la consola o disfrutar un cómic siguen estando en un plano más secundario.

Aquí poco importa el dinero que se mueva o el nivel de refinamiento artístico y comunicativo alcanzado: si enciendes la consola será para matar prostitutas y si lees un cómic es para ver fascistas con músculos y pechos hipertrofiados. Este es un poco el argumento que predomina en la sociedad bienpensante, algo que quizás no sería demasiado preocupante en una señora de setenta años pero que por desgracia no es ajeno a muchos jóvenes dentro de la veintena. Parece que el medio se vuelve más importante que el mensaje, y puedes leer cualquier libro en un tren sin problemas, porque automáticamente eres un lector de Dostoyevsky o Auster; pero si por contra estás leyendo un cómic nadie va a pensar en Spiegelman o Vivès. Pero ni siquiera este es el problema, el verdadero problema es que pensarán que lees un cómic de Superlópez, como si eso fuera algo despectivo, infantil o digno de lástima.

Esta situación debería ser respondida por el autor y el aficionado no con enfado, ni mucho menos buscando la redención ante la sociedad. En su lugar se debería optar por el ataque frontal, el corte de mangas y la lengua fuera. Precisamente, en un cómic de Johnny Ryan podemos encontrar una crítica de Daniel Clowes en la que alaba la obra de su colega por aglutinar perfectamente todas las característica perjudiciales que cualquier madre ignorante otorga a un cómic. Este movimiento autoral es primero una concesión al público, un codazo suave en el costado con un guiño de ojo; y después una declaración ante la sociedad en el fandom declara lo que le gusta, lo demanda y lo consume.

Y gracias a todo esto existen cosas como Apocalipsis en el instituto, una salvajada escrita por Daisuke Sato y dibujado por Shouji Sato. ¿Qué es Apocalipsis en el instituto? Ante todo una obra sin la más mínima pretensión. Aunque la podríamos englobar dentro de ese género japonés de héroes de instituto en un mundo de horror, como el ya reseñado aquí Hakaiju, lo cierto es que el manga de los dos Sato no deja de ser una enorme excusa para alimentar al fandom de golosinas y bebidas carbonatadas. Dentro del mundillo se utiliza el término fanservice para designar esas concesiones al público que algunos autores regalan de vez en cuando a su público. Normalmente el fanservice no suele pasar de una pose sugerente por parte de un personaje, pero en el caso de Apocalipsis en el instituto el fanservice se alimenta de toda la obra hasta el extremo de que nos sentamos a disfrutar de una enorme galería de zombies y chicas con los pechos grandes. Nada más, simplemente zombies y chicas con los pechos grandes. Zombies y pechos grandes.

Evidentemente los guiones de Daisuke Sato no son dignos de llamarse como tal más allá de hilvanar un otaku con una pistola de clavos y una chica misteriosa con una espada de madera, ambos masacrando muertos vivientes. El dibujo de Shouji Sato tampoco se queda por detrás, con una concepción de las proporciones más bien personal y una narrativa farragosa que enturbia la lectura de la página con el fin de conseguir un dinamismo hipertrofiado en todas las composiciones, lo pida o no el argumento en ese momento. Sin embargo, estos supuestos errores o deficiencias se podrían considerar casi una opción moral, más de la propia obra y su contexto que de sus autores, en la que absolutamente todo está puesto al servicio de la diversión, sacrificando la narrativa por el beneficio del impacto emocional, y dejando de la lado el verismo o la estética para conseguir que todas y cada una de las páginas sea un póster con zombies y pechos grandes. Muchos zombies, muchísimos, y pechos gigantescos, épicos.


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