Mi formación como lector de
cómics es algo dispar, ya que durante los años noventa vivir en un pueblo
pequeño no era lo mismo que ahora, más que nada por la falta de Internet. Mi
base cultural se centraba por completo en obras españolas y francobelgas, en mi
casa tenía las obras completas de Asterix
y en la biblioteca de mi pueblo tenía a todos los grandes del continente, desde
El Jabato hasta Spirou, incluso había algunas rarezas, como la colección completa
de Flash Gordon, una lectura que más
de quince años después me sigue marcando. Tampoco es que el mercado me fuera de
mucha ayuda, una vez en un quiosco me compré un Spiderman, pero estaban publicando algo llamado La saga del clón y allí Peter Parker
brillaba por su ausencia, así que no insisti.
A principios del siglo XXI
me mudé a Sevilla para estudiar y entonces en lugar de gastarme el dinero en
alcohol me lo fundí en cómics, que sí El
regreso del Señor de la Noche, o Maus
o Ghost World, vamos, cosas. Pero si
una obra marcó para mí una diferencia transcendental, si hubo un cómic que me
dijo que la historieta no era un medio sólo para transmitir narración, sino
para hacer vibrar el alma humana, con la capacidad de mirar de tú a tú a otros
medios como la música o la literatura, sin duda fue Blood: Un relato sangriento, un cómic que siempre estará en mi
corazón y que ha día de hoy sigue teniendo el honor de albergar mi viñeta
favorita. Blood: Un relato sangriento
cuenta con un guión de J. M. DeMatteis y un arte de Kent Williams, dos autores
que a finales de los ochenta consiguieron exprimir al máximo su talento y
concebir un cómic transcendental para concebir tanto lo que es la narrativa
gráfica como lo que puede ser.
J. M. DeMatteis crea una historia
que fluye entre el viaje clásico del héroe, con un desarrollo lineal, y un
ensayo filosófico que continuamente se aparta del camino para mostrar retazos o
pinceladas sobre la propia condición humana, y si esto no fuera suficiente,
todo se hace con una elegancia etérea, como si la propia historia fuera la hija
bastarda de una ninfa y un necrófago. Pero Kent Williams, en ningún momento se
queda por detrás, pues pone en juego todos sus recursos y habilidades como
dibujante y pintor, sabiendo cuando pintar vírgenes renacentistas para virar
después hacia la pintura más oscura de Goya o incluso hasta bosquejos más puros
del futurismo. Kent Williams hace que la plasticidad de Blood: un relato sangriento sea parte y todo de la propia
narración, con lo que podríamos hablar de un acabado psicológico que muta con
la subjetividad de los propios personajes o las peripecias del mismo relato.
Un académico, un crítico o un
divulgador, da igual como lo denominemos, debe ser ante todo un lector crítico,
alguien que se coloca frente a la obra y entabla un diálogo con la misma,
dejando siempre que ésta lleve la voz cantante, dejándose seducir, embaucar o
amenazar por un objeto que no es más que un vehículo de la voluntad de su
autor. Todo lo demás es superfluo, podemos hablar del mercado, la industria o
la historia, pero esos conceptos sólo serán pertinentes en cuanto tengan
relevancia dentro de la obra. En ese sentido me gusta Blood: un relato sangriento porque se explica enteramente por si
misma, no hace falta conocer la obra de Kent Williams dentro del mercado del
arte o los guiones para cómics de superhéroes de J. M. DeMatteis. Simplemente
se hace necesario ser un ser humano, haber amado alguna vez, haberse asustado
con un rayo, haber temido la soledad o haber soñado con un futuro mejor.
Sí sólo te vas a leer un puñado de
cómics en tu vida, Blood: un relato
sangriento debe obligatoriamente ser uno de ellos. En caso contrario no
tienes ni la más mínima idea de lo que te estás perdiendo.
@bartofg
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